NICCOLÒ AMMANITI: Infancia, vida y apocalipsis

La ciencia-ficción contemporánea afronta el post-apocalipsis desde el punto de vista de personajes y sus procesos internos, lo que le confiere un mayor pesimismo vital. Anna es uno de los más brillantes y bellos ejemplos de esta tendencia; también es novela de aprendizaje y estudio sobre la adultez.

Ahora el género ha invertido el punto de vista para centrarse en los personajes y en sus procesos internos de adaptación: cómo son capaces de sobreponerse, física y mentalmente, para poder vivir en un contexto donde la vida ha dejado de tener sentido. Una inversión del foco que ha llevado aparejado, además, un mayor pesimismo vital. Si en lecturas clásicas como La guerra de los mundos (1898) la esperanza estaba esperando siempre al final del túnel, en la actualidad los contextos post-apocalípticos suprimen cualquier tipo de salida o esperanza más allá de una muerte en condiciones lo más dignas posibles.

Otra consecuencia de este cambio se observa en la forma cómo la ciencia conecta con el apocalipsis. De un tiempo a esta parte no es ya un agente externo (civilización alienígena o enemigo exterior) la causa de la crisis, ni se recurren a tecnologías esotéricas o a reglas científicas espurias para justificar esas causas, ni tienen tampoco que ver estos avances técnicos con una esperanza o una salida viable para regresar al punto de partida: la ciencia-ficción contemporánea usa a la ciencia como una excusa.

Un leitmotiv para, a partir de ella, desarrollar un análisis interior de los personajes, dando además por supuesto que ha sido el propio sujeto (individual o colectivo) el que ha causado su propia desgracia. La trama narrativa nos pone ahora ante la experiencia de leer cómo los personajes afrontan esa desgracia.

La consecuencia de todo es que el género parte de una peor concepción de la condición humana. Ahora mismo estamos tomando decisiones que motivan y condicionan a este apocalipsis. A través de nuestras actitudes ante los retos medioambientales, económicos, políticos o científicos, todos estamos tomando partido, y somos corresponsables de la construcción de las circunstancias que desembocarán en ese contexto. Hasta el punto en el que el género ya da por supuesto que el lector conoce, de primera mano y con pocas dudas, cuáles son las causas y los síntomas de todo lo previamente sucedido a su narración.

Precisamente es aquí, en el grado de pesimismo respecto a la condición humana, donde la ciencia-ficción viene desplegando su mayor grado de libertad en cuanto a las circunstancias y matices de cada contexto y personaje, haciendo posible una variabilidad inmensa de tramas y argumentos, caracteres e historias, que nos ha regalado novelas hermosísimas como Nunca me abandones, de Kazuo Ishiguro, La constelación del perro, de Peter Heller, o la tiernamente encantadora obra de Niccoló Ammaniti (Roma, 1966) Anna (Anagrama, 2016). Las tres son novelas con importantes trazos en común, pero a las que separa un abismo respecto a la calidez de la mirada con que el autor trata a sus personajes y, por extensión, nos retrata a todos los que contribuimos al desastre que los lleva a pasar por lo que pasan.

El punto de partida de Ammaniti es básico, directo y claro: un contagio vírico surgido desde Bélgica, de lenta incubación pero altamente infeccioso, se ha extendido rápidamente por todo el planeta. De hecho, cuando se descubren los primeros síntomas ya es demasiado tarde para evitar una infección global que, afectando directamente a las hormonas humanas, acaba matando a todas las personas cuando entran o están en la edad adulta -a partir de los catorce o quince años de edad en adelante-. En pocos meses, la población se ha reducido drásticamente. En pocos años, solo quedarán las personas más jóvenes con vida. Y con el tiempo, ni siquiera ellos se mantendrán en pie. La Tierra está destinada a quedar vacía de seres humanos como consecuencia de su juego temerario e irresponsable con los virus de diseño y las amenazas biológicas.

Ajenos a las causas de todo esto, en la localidad siciliana de Cefalú viven Anna y su hermano pequeño Astor. Anna ha visto morir a su madre, ha debido deshacerse del cadáver, ha tenido que cuidar de su hermano y, por supuesto, ha afrontado unas situaciones de riesgo y de peligro impropias para una persona de apenas trece años de edad. Para conseguirlo, ha diseñado un mundo a su alrededor donde el “Afuera “está lleno de amenazas y, para su hermano Astor, de una muerte segura. Con estas premisas fantásticas la situación permanece estable y controlada, con unas vidas incluso monótonas a pesar del caos que los rodea, hasta que un día todo cambia de repente.

La novela nos introduce de cabeza en el tema de la madurez, de cómo nos enfrentamos a la vida desde la tierna infancia, de cómo crecemos y aprendemos a salir adelante. Y para ello nos sitúa en un contexto post-apocalíptico donde no queda otra alternativa, para Anna y su hermano, que seguir sobreviviendo y saliendo adelante un día tras otro. Con la particularidad, en este caso, de una espada de Damocles, cruel y definitiva, que se cierne sobre la cabeza de la niña, con plena consciencia por su parte. A ella nadie la ha engañado, sabe que va a morir, e intenta aprender las claves de la vida al ritmo que mejor puede, con la única guía de un cuaderno que su madre le ha dejado, el cuaderno de “Las Cosas Importantes”, donde están las instrucciones claras y precisas sobre qué hacer en los difíciles casos con los que se va a encontrar desde ese momento y hasta su muerte.

Pero igual que la vida no está sólo en los libros, tampoco lo está sólo en los cuadernos. Anna se enfrenta a situaciones imprevistas e inesperadas y, en base a ellas, tomará decisiones que le servirán para realizar nuevas anotaciones en un cuaderno que, algún día, tendrá que heredar su hermano. Aquí tenemos a la hermana, a Anna, convertida en madre. A una Anna en la pubertad, convertida de repente en una persona adulta. A una Anna inocente y hasta hace poco ingenua, enfrentándose a decisiones que la exponen de la forma más brusca ante una realidad cruel y alocada. El mensaje de Ammaniti parece claro: la adultez no es una cuestión biológica sino social y personal. Los retos de la vida son los que nos hacen madurar y prepararnos para la supervivencia, no el llegar a una edad concreta, a desarrollar unas características biológicas concretas, o a alcanzar un status concreto dentro de nuestro grupo.

Para que este mensaje quede más claro, a lo largo de la novela Anna se enfrenta con grupos de niños y niñas altamente jerarquizados, donde se desarrollan relaciones de poder basadas en el estatus o en la fuerza, pero en las que la inteligencia propia de las personas adultas está totalmente fuera de lugar. En estos grupos se tiende al ritualismo o al salvajismo (como en El señor de las moscas), a vivir en condiciones caóticas y paupérrimas, pues el ejercicio del poder ha desplazado no ya al bienestar sino a la misma idea de bien y mal.

Otro punto interesante de esta bellísima y cautivadora novela está en su forma de dibujar el concepto de adultez. Para evitar caer en una idea idealizada y monolítica, tanto con Anna como con sus compañeros de andanzas (su hermano Astor, un chico que conoció durante sus andanzas llamado Pietro, o un cánido de tres nombres conocido por ella como Mimoso), enlaza sus personalidades con las de sus familiares más próximos, para trazar una línea genealógica de continuidades y discontinuidades que nos permite vislumbrar no sólo un mensaje de fondo respecto a la importancia de la familia sino también de la importancia de la educación en valores. Todos estos personajes tienen un pasado conectado con la familia y amistades que los determina y explica su forma de ser. Sólo en el caso de los personajes donde esos lazos no existen o, si lo han hecho, han sido olvidados o relegados hasta el punto de perder influencia, surge la naturaleza humana caótica y pérfida como guía de una vida vivida sin sentido ni del ser ni del hacer -irónicamente, sí del tener-.

Anna se define también como una novela de aprendizaje. Durante el camino, todos los personajes principales han experimentado profundos cambios en sus vidas. Por supuesto Anna, como personaje principal y guía de los demás, es el que más cambios experimenta. Pero, más allá de lo estrictamente cuantitativo, el lector percibe con claridad que están habiendo transformaciones morales y éticas profundos en todos ellos. Anna accede a los cambios biológicos de la menstruación, a los psicológicos de sentirse amada, a los emocionales de sentirse responsable de la vida de otras personas, etcétera. Astor siente la fascinación por una realidad que le es ajena y totalmente desconocida, la necesidad de querer sentirse parte de algo formado por otros distintos a él, o el orgullo de tener un perro bueno y obediente que otros quisieran para sí. Nuevamente: las experiencias, y no la edad, son las que nos van curtiendo y enseñando a progresar en la vida.

La belleza del texto está también en un manejo del ritmo absolutamente perfecto. El tiempo es una variable relevante para los personajes, pero sólo va afectando a la trama en la medida en que son conscientes de ello. Al principio, claro, cuando viven en su mundo protector de fantasía, el tiempo nos aparece en suspenso, sin relevancia alguna en su cotidianeidad o en sus posibilidades de existencia. Pero va tomando poco a poco cuerpo y velocidad, a medida que los sucesos y los cambios se van produciendo, haciéndolos a cada uno, en su justa medida y a su momento, más o menos conscientes de la importancia de cada instante vivido. De forma que el elenco formado por esta pequeña joven familia se individualiza, se diferencia y personaliza, en sus ritmos y formas de acceder al sentido de la vida; demostrándonos un amplio elenco de recursos y posibilidades a la hora de buscarle un significado al día a día.

La nueva mirada de la ciencia-fición hacia el apocalipsis ha enriquecido al género. Al liberar a las tramas de la necesidad de construir escenarios científico-técnico elaboradísimos, donde la coherencia científica no desentonase respecto a los demás elementos ficcionales, ha permitido también el centrarse más en los personajes y en sus vivencias. Con un nuevo sentido de la vida, más trágico en cuanto a lo definitivo de su final, nos lleva también a reflexiones creativas de mayor profundidad y densidad, con un marcado acento existencialista y humanista en el cual todos podamos participar, pues todos somos partícipes. La ciencia-fición contemporánea ya no nos manda flotadores salvavidas en forma de nuevas sorprendentes tecnologías, naves espaciales evacuadoras o generosas civilizaciones extraterrestres. Ahora todos somos corresponsables de un destino global compartido, y de un posible definitivo final sin remedio, ante el que se nos expone cara a cara, sin tapujos ni paños calientes.

Una nueva forma de mirar hacia el futuro en la que Anna destaca como una de las formas más bellas, inteligentes y positivas de afrontarlo. Ammaniti ha creado una novela post-apocaliptica maravillosa, adictiva e hipnótica. Posiblemente, una de las novelas sobre esta línea temática que quedará para siempre en nuestra memoria, pues olvidarla se me antoja, sencillamente, un imposible.

Texto de Francisco Martínez Hidalgo, en la página web de Fabulantes

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